Aitta Guria eta Mater Dolorosa

1961eko galarrenian

Con este pequeño relato no pretendo escribir ninguna tragedia helénica, pero como quedó tan grabada en mi mente, ahora al cabo de mucho tiempo, me propongo rememorar nuestra pequeña y particular odisea.

Recuerdo que era uno de los txos más jóvenes de los barcos de Lekeitio, hacía algunos meses que me había embarcado en el Aitta Guria. En el verano de 1961, contaba con 13 años y era mi primer verano en la mar, en barco de bajura, pues en la motora de casa ya llevaba más que un verano, y a la vez también tenia que ir a la escuela, cuando podía.

La costera del bonito, era parecida a la de otros años, con sus buenos y malos tiempos, las capturas tampoco eran malas; aunque, por nuestra parte no eran tan abundantes, ya que nuestro barco siendo el más pequeño y antiguo, poca competencia les podíamos hacer a los demás. Se trataba de una embarcación de unas 28 toneladas de RB con algo más de 15m de eslora, con 3,90m de manga, y un motor diesel Unanue de tres cilindros, marca Clup de 75HP. Tenía 25 años, no es que fuesen muchos, pero no estaba bien cuidado y se había deteriorado más que lo normal. Fue construido en Lekeitio en el astillero de rivera de Pablo Eiguren, durante la guerra civil.

Además, no podíamos pescar a caña con cebo vivo, ya que hacía algún tiempo que las bombas de agua de los dos pequeños viveros que teníamos estaban fuera de servicio y no se habían reparado durante mucho tiempo. Solo andábamos kasan; tampoco teníamos tripulación para pescar alasian.

Entonces se acababan de construir algunas embarcaciones nuevas, dotadas de radios con emisora, ecosondas para detección de peces, receptores direccionales, que aunque no lo fueran entonces les llamábamos goniómetros, y otras mejoras; en contraste con ellos, el Aitta Guria carecía de todo eso. Únicamente teníamos una radio, que solo tenía recepción sin emisor.

En el puente solo había un antiguo compás magnético con burbujas en su cazoleta, aparte del citado receptor de radio y el reloj de bolsillo que pendía del cuello del patrón. Aunque ahora parezca una cosa muy corriente, tenía una importancia vital, ya que lo usaban para calcular las millas recorridas a diferentes rumbos durante todo el día, mediante una cinemática mental, y así poder determinar una situación bastante aceptable. Los errores que solían tener no eran considerables. Sabían donde se hallaba el barco aunque la tierra estuviese a más de 100 millas, (que son más de 180km), pero tampoco todos eran tan buenos como Gregorio.

La tripulación la componíamos nueve hombres, entre ellos yo, si es que a mí se me pudiese contar como tal. Nos dividíamos de la siguiente forma:

El patrón Gregorio Goenaga, hombre muy suyo, con muchos años de oficio y notable arrantzale, aunque muy testarudo. Entonces creía que sería por su edad o porque era solterón.

El motorista era Juan Uribarren. Era joven, fuerte y competente para el oficio, tenía unos 37 años.

Mi padre, Antonio Abaroa, tenía 52 años y hacia las veces de cocinero.

José Mari Zugadi y Fausto Markes, también tendrían más o menos esa edad. Luego estaban Jesús Murelaga, era al que le faltaba una pierna, Domingo Goenaga, que tenía una miopía muy acusada y veía muy poco, y aunque no lo fuesen tanto, parecían mayores. Ignacio Zugadi, que era hermano de José Mari, era el mayor, aparentaba muchos años y en realidad no había cumplido los 62. Le llamábamos el abuelo; luego estaba yo, Antton Abaroa, que no tenía ni edad.

Después de nuestro descanso de un día y de haber descargado unos 50 quintales de bonito, el sábado 8 de Julio al medio día, o sea, sobre las doce mas o menos, zarpamos del muelle kilinkalakua a por bonito. Hacía sol y había un poco de viento del NE con algo de agilloia; que para que se moviese el Aitta Guria, tampoco hacía falta gran cosa.

Cuando rebasamos el rompeolas, las lentejas que acababa de comer en casa, ya me estaban haciendo cosquillas en la barriga. No me hacía mucha gracia marearme delante de la tripulación. Si no había espectadores a la vista, tampoco me importaba mucho dar de comer a los peces. Antes de ir a la siesta, cuando se iba, se dejaban medio preparadas las cosas para hacer la cena, fue entonces cuando mi padre me dijo que subiese un balde de patatas por el rancho de popa, que era la gambuza o algo parecido; allí olía a rayos y a algo peor. Pensé para mis adentros:

-Ay ene- ahora con la peste que hay ahí abajo, me voy a marear.

Al bajar me resbalé, como casi siempre; la luz no funcionó. El barco se movía como una lagartija. El balde al ser de madera pesaba la hostia y abultaba casi tanto como yo. En el aterrizaje me tropecé con algo duro, que por falta de luz no pude ver lo que era. Intenté encontrar el interruptor y por lo menos, esta vez la luz se encendió, pues como he dicho, pocas veces lo hacía.

Del susto que me dio, no sentí nada del chichón que me salió en la frente y las lentejas se quedaron tranquilas en su lugar, de momento. Así, con el balde de sombrero y mi chichón de adorno, me encontraba besando el suelo, y a su vez, a un miembro carente de cuerpo.

-¡Ay va la hostia, ainkia gixon barik!

Creo que tardé unos tres segundos en salir del cuchitril maloliente, a la voz de:

-¡Ainkia, ainkia!

No me dio tiempo ni de llegar a la cocina, porque esta vez lo que vi fueron las estrellas del sopapo que me dio el dueño de la dichosa pata ortopédica; entonces me di cuenta porqué se oía un ruidito cuando caminaba Jesús. Sí, le veía cojear, pero nunca me imaginé que tuviese montada, la de repuesto. Alguno que otro se rió. Sentí mucha rabia e impotencia. Lo único que quería era volver a puerto, aunque sabía que eso era imposible. El pitido que tenía en el oído a causa del tortazo me duró más que el mareo.

Hacia la tarde amainó el viento francés; hasta el anochecer fuimos navegando al mismo rumbo, que sería muy cercano al NW y nos quedamos a la deriva a unas 30-40 millas, más o menos al N de Castro Urdiales.

No se veía ningún barco de nuestro oficio, solo algún mercante que otro navegando hacia sus destinos, sin más.

Al apuntar el nuevo día, navegamos a diferentes rumbos en busca de bonito, siendo los dominantes los del cuarto cuadrante. Hacia el mediodía nos encontramos con unos barcos montañeses y algún euskaldun, dimos con una zona donde había bonito mediano ( amarrekuak) y nos quedamos en grupo pescando durante toda la tarde. El tiempo también había sido bastante bueno y la captura fue de unos 10-12 kintales. Al llegar la noche, en vez de quedarnos a la deriva como solíamos hacer, arrumbamos al NW. El patrón nos dijo que a unas horas a este rumbo pescaron bien, por lo que navegamos hasta las 02h00m, más o menos; que era donde estaban parados los barcos que buscábamos y nos quedamos en grupo con ellos hasta el amanecer.

Amaneció un esplendido día y trabajamos varios barcos juntos durante toda la jornada, la captura fue parecida a la del día anterior. Al atardecer, ya fuera del grupo, nos encontramos con unos barcos boniteros bretones de pequeño porte, que les solíamos llamar balandruak, porque usaban sus velas para pescar kazan. Cuando llegó la noche nos quedamos a la deriva con ellos. Los hombres estaban de tertulia como casi siempre. Yo no me podía acercar a ellos cuando estaban de chismorreo, pues todavía no era gixona, era mutil txikiña.

Desde que salimos los comentarios giraban alrededor del tiempo meteorológico. Las radios llevaban días anunciando un temporal de SW, que al tardar en llegar algunos dudaban que fuera verdad. En aquel tiempo había personas, generalmente mayores, que apenas habían estado nunca en una escuela y eran muy incrédulas con las radios, y no solo con las radios.

Amaneciendo el 11 de Julio seguíamos con el buen tiempo. Nos encontrábamos a unas 120 millas al N de entre San Vicente y Ribadesella. A primera hora, se veían unos 10 ó 12 barcos en el horizonte, todos boniteros y de diferentes puertos.

Navegamos a distintos rumbos en zona de pesca más bien reducida y la captura nuestra había sido algo escasa. Los barcos de la zona se fueron desgranando a causa de la poca pesca en general. Al atardecer solo se veían dos o tres barcos y alejándose. Por la radio se oían algunos patrones haciendo comentarios sobre el anuncio del temporal.

El tiempo era de calma total, con algunas nubes altas del tipo cirros, para más tarde convertirse en cirrocómulos y estratocómulos. El sol estaba blanquecino y se escondió de quince a veinte grados sobre el horizonte y no era porque hubiese nubes ni montes por medio. Era la profunda borrasca que se acercaba, que por la neblina o calima y mala visibilidad reinante, no se divisaban los comulonímbos en forma de yunque, que seguramente traería en su frente.

Por el color del sol sabíamos también que mañana el viento no sería del NE; para que suceda eso, el sol tiene que esconderse muy rojo, como si tuviese vergüenza. Y este color amarillo-pálido que lucía nos quería decir que no lo tenía y que antes del día de mañana no vendría nada bueno. Hacía un calor pegajoso y una calma poco habitual a flor de agua.

El mar estaba como un plato y el agua parecía aceite. Entonces no me daba cuenta porque era un niño, pero hoy sé, que esas características de tiempo en la mar, estando en el Cantábrico, anuncian un frente frío cercano y que puede ser importante. Que no tiene nada que ver con el frío, y sí, con un frente de temporal muy serio.

***

El Servicio Meteorológico Nacional del 11-07-1961, perteneciente entonces al Ministerio del Aire, anunciaba: Frente nuboso que originará chubascos tormentosos y vientos racheados (...) con riesgo de temporal en el área de Finisterre, y más tarde en el Cantábrico. La previsión no se quedó corta, se quedó enana.

Según un estudio posterior hecho por Aemet en el País Vasco, dice: “Había una borrasca situada al W de Irlanda de 1004mb datada a las 06.00h, que a las 18.00h se desplomó hasta los 988mb y el mercurio bajo muchisimos grados de golpe.”

Mientras el frente frío se acercaba hacia el Cantábrico, o sea, hacia nosotros. Desde la península se acercaba hacia la borrasca una masa de aire muy caliente, procedente de África de hasta 40º. Cuando se juntaron, los barómetros se volvieron locos. El choque originó la chispa que hizo estallar la bomba que formo la Ciclogénesis Explosiva y los vientos alcanzaron velocidades inauditas, que en pocas horas trajo tantas desgracias. Por aquel entonces, no teníamos ni idea de lo que era una Ciclogénesis Explosiva.

Nos quedamos a la deriva algo antes que otras veces. Gregorio, el patrón, estaba en la tosta de proa, solo, oteando el horizonte, como queriendo encontrar en la lejanía algún indicio del anunciado temporal.

Yo me encontraba en popa ayudando a repartir la cena al cocinero. Como todas las noches, era marmitako de bonito y de segundo, bonito a la brasa, nunca se cambiaba de menú a la hora de cenar. Si se tomaba café después de comer, era del que había sobrado por la mañana. Tampoco se tomaban licores, solo vino.

Después de cenar, como otras veces, se reunieron en popa para su tertulia habitual, no tardaron mucho en referirse al mal tiempo; que cuando vendría, que como sería, que si sería verdad...

Limpié todas las tarteras y las arranché, me puse a una distancia llamémosle adecuada para que no me despachasen del sitio con un ladrido o similar. Me acurruqué en una arkadan y me quede escuchando las diferentes versiones. Como no había ningún otro entretenimiento, ibas a la cama callandito o escuchabas, a distancia por supuesto, la función nocturna y gratuita, mientras los oradores se cepillaban la bota de vino, que no hacía mucho tiempo que la acababa de llenar para el evento que ya había comenzado.

No me dejaban cantar y menos silbar. Los más “cerrados” decían que era el reclamo para que acudieran los vientos y que bastante silbaba éste en las gartzijjak. Si lo hacías, sopapo que te crió. En el momento del orto o del ocaso, alguno decía salbe y había que quitarse la boina y hacer un rezo. Si por un casual se te olvidaba quitarla, otro sopapo de regalo.

Volvamos a la tertulia. Estaban discutiendo si quedarnos donde estábamos o si sería conveniente navegar algunas horas durante la noche hacia el S, acercándonos hacia tierra, por si llegaba el temporal y así poder estar mas cerca de la costa. Porque tampoco se sabía cuando iba a venir, o por lo menos era lo que decían los patrones. Recuerdo que uno de los dos que decían que sería muy lógico navegar unas horas hacia dentro, era mi padre. Entre los que opinaron, que creo que fueron todos, había uno que dijo:

-Hasta ahora todos los temporales se me han pasado por debajo de la quilla y este hará lo mismo.

Gregorio agregó: Los partes que están dando son malos, pero estos balandros que hemos visto antes no son más grandes que nosotros y parece que se van a quedar. Y sin mediar otra palabra dijo:

-Gabon bijjar arte, berton geratuko gara.

Me vio y me ladró:

-Txo, aide lotara! - y por delante de él, echando chispas me fui para mi catre.

Y así, el patrón dio por zanjado el debate y se fue para su kamaña. Posterior, ya en tierra, nos enteramos de que no todos los balandros llegaron a sus casas, por desgracia. Como he citado antes, eran Bretones.

Me acosté con la ropa puesta pero sin bombachos ni calcetines, lo solía hacer algunas veces, así no se notaban tanto las durezas de las hojas de las panojas de maíz que teníamos dentro de la funda de tela del colchón. Por entonces, los colchones de los barcos eran de maluta. En nuestro barco, para más “inri”, si llovía o había agua en cubierta me tenía que acostar con ropa de agua. No es que el agua cayese a chorro, pero la pobre madera del Aitta Guria no estaba para muchos trotes y cuando la lluvia era constante goteaba más que un poco.

La ropa de agua que usábamos no estaba comprada en tiendas o en grandes almacenes, que entonces ni existían. Las hacían nuestras madres con sacos de azúcar o de arroz y los padres o hermanos las embadurnaban con varias capas de aceite de linaza, las enrollaban y las dejaban empapar bien con el líquido. En ese proceso se calentaban mucho y había peligro de incendio. Ya hubo algún disgusto a causa de eso. Cuando se secaban tampoco había porqué colgarlos, pues ellos solitos se tenían de pie de tan tiesos que quedaban. Lo peor de todo es que tenían un olor insoportable y dormir con este atuendo como pijama, o había que estar un poco empapado de “morapio” o había que tener 13 años.

A pesar de mi poca experiencia en la mar, algo me decía que aquella noche no sería como las demás. No sé como explicarlo, pero cuando pienso en aquella sensación tan extraña siento una cosa poco agradable que no he sentido nunca con nada. Seguramente sería el miedo que tenía yo sin darme cuenta. También sabía que cuando la mar se enfada, malo, y que no había muchas cosas que yo conocía o ninguna que se le podía comparar.

Me venían a la memoria recuerdos de mi madre y de mis hermanos, como si no los hubiese visto durante mucho tiempo y solo hacía tres días que había estado con ellos, pensaba que estarían en casa sin imaginarse en ni por lo más remoto los desvelos que en aquellos momentos yo tenía. También estuve pensando en mis amigos ¿que experiencias les podría contar cuando les viera?

El catre de mi padre no lo podía ver sin salirme del mío y me preguntaba si estaría durmiendo o si tendría miedo. Lo que sabía, es que si tenía miedo no era por el, sino por mí. Conocía bien a mi padre en ese aspecto. Eran muchas las veces que habíamos estado juntos en la mar en la motora de casa y también habíamos tenido algún sustillo que otro. Así, rumiando estos y otros muchos pensamientos, el tiempo fue pasando. Esta noche se acostaron bastante más tarde que la hora de costumbre. los últimos fueron Juan y mi padre.

Por más que lo intentaba no podía conciliar el sueño, con la cabeza fuera del catre, iba mirando a todos uno por uno y me di cuenta que tres o cuatro de ellos me imitaban, aunque sus cabezas no se movían de las almohadas. Los restantes roncaban llevándose el compás. El director de esta singular “orquestina” era Gregorio el patrón, que era el que mas roncaba. Siempre he dormido más bien poco y me daba cuenta de estas cosas.

Sobre las doce de la noche Juan subió a cubierta, al momento mi padre le secundó. No había luna pero la parte del poniente estaba mucho más oscura que el resto del horizonte y había muchos rayos. Aunque hablaban bajito les podía oír con bastante claridad y decían que el viento cálido y cambiando de dirección constantemente no era muy normal, que esto pasaba algo antes de que estallara un temporal.No tardaron en bajar al rancho y se acostaron en sus respectivos catres.

Al de un buen rato, salte del mío y subí a cubierta como si fuese a mear y estuve pensando si durante el día había silbado, pues viendo el cariz que tomaba el tiempo, me acordaba de lo que decían los viejos del silbo y del viento. Aunque no estaba nada de acuerdo con esas creencias, mirar la parte del W (oeste) de aquella mar aceitosa, aquella pared negra y centelleante, daba mas que miedo. Bajé al rancho y me acosté.

Pasado algún tiempo, no sé con certeza la hora pero podía ser sobre la una o algo más, se oía ya el silbido del viento, las cuadernas y la tablazón empezaron a crujir algo y el balanceo aumentaba por momentos. Ahora sí, ahora sabíamos cuando iba a llegar, pues la bestia ya se había presentado, estaba aquí. Lo que no estaba nada claro era si teníamos medios para aguantarlo.

No recuerdo quien fue el que subió a cubierta y bajó protestando y jurando, y como Gregorio aún seguía durmiendo, acordaron en llamarlo:

-¡Gregorio, levántate que aquí la cosa se está poniendo muy fea!- Por muy grande que fuera, se levantó de un salto y en su carrera le dijo al motorista:

-Juan, arranka motorra!

Sería muy difícil enumerar la fuerza de aquel viento. Estalló de tal manera que parecía el fin del mundo, ya no había pared negra, todo era negro, todo era pared. El ruido del viento no era un fuerte silbido, era un ruido atronador, como las turbinas de varios aviones a la vez. Los cielos se cayeron encima de nuestro pequeño y viejo barquito.

El patrón dio avante y puso en movimiento al pobre Aitta Guria, al intentar aproar para capear al enfurecido mar. Una gran masa de agua nos aplasto embistiéndonos con fuerza. En el embate nos arrancó las dos puertas del puente, todas las arcadas de cubierta, la botavara de mesana y parte del palo de popa. Lo increíble es cómo Gregorio logró quedarse en el puente y las puertas no. Nos quedamos totalmente desmantelados. Nuestro enclenque barco, medio hundido, intentaba salir a flote y aunque tardó mucho en hacerlo, logró reflotar. Nos quedamos con mucha cantidad de agua embarcada, mucha.

No sabíamos si el barco había reventado o era el agua que se había metido por los tambuchos, seguramente las dos cosas. Lo que sí era cierto es que en el rancho de proa, donde estábamos el abuelo y yo, debajo de los paneles del piso, se oía el ruido del agua embarcada. Le miré a él para ver si le veía algún atisbo de miedo. Para mi tranquilidad, no hizo ninguna mueca significativa que denotase algún signo de miedo. Seguramente no lo hizo por no darme más miedo del que ya tenía. En la cubierta se oían gritos, juramentos y lamentos. No sabía si aquello era el final. Lo que si sé es que tenía mucho miedo y no sabía que hacer, ni qué pensar y solo le miraba a Ignacio el abuelo.

Entre los gritos le oí vocear a Juan, el motorista:

-Hau atxikia ixorratuta dago, ekarri baldak!- y haciendo una cadena los hombres se pusieron a achicar con baldes. Qué podían hacer aquellos hombres con dos baldes de madera que pesaban más que el agua que cabían, si era imposible mantenerse en pié sin agarrarse a algo. Así y todo, estuvieron no sé cuanto tiempo. Seguro que aquellos hombres se partieron el alma intentándolo.

Estaba lloviendo a mares y el viento levantaba el agua del mar en rociones, como suele hacerlo en los grandes temporales. Todo era ruido, todo era agua y las esperanzas eran muy pocas o ninguna. El abuelo me decía que su santo favorito era San Pedro y que siempre le había ayudado en situaciones difíciles y que si rezábamos también lo podía hacer ahora. En nuestra desesperada situación empezamos a rezar todo lo que sabíamos, que tampoco era mucho. Mientras, los demás luchaban con todas sus fuerzas contra nuestra muerte.

Al rato, Fausto bajó al rancho donde nos encontrábamos nosotros dos, el mayor y el menor, que en estas circunstancias no podían hacer absolutamente nada más que rezar al supuesto salvador, según el abuelo.

Fausto, le dijo a éste:

-Iñazio, ez dago zer egiñik!

Al oír esto, a mi me salió carne de gallina hasta en las palmas de las manos, sentía una terrible flojera en las piernas, pero como estaba agarrado a mi catre por los balances, no me caí.

Los 75HP del Aitta Guria no eran suficientes ni para mantener el barco amurado a la mar. El viento era del SSW y el rumbo aproximado para arribar a tierra sería cerca del SE, o sea atravesados totalmente. Lo ideal hubiese sido apopar el barco al temporal, por llamarlo de alguna manera. Pero estando en la posición donde nos encontrábamos, de tomar esta determinación nos hubiésemos perdido en la costa francesa tragado por sus aguas poco profundas.

En aquellos tiempos los barquitos como el nuestro no estaban preparados para llegar con tiempos duros a los puertos franceses del oeste. Sus entradas son por canales más bien estrechos y fuera de esos canales, cuando hay temporal el mar rompe como en las rocas. No teníamos cartas náuticas ni ningún otro medio para situarnos, ni conocimientos para usarlos. Aquí la cinemática mental no valía, hasta carecíamos de una radio para emitir un socorro. Solo teníamos miedo, mucho miedo y nada más.

***

Hacia las cuatro de la mañana, más o menos, los hombres abandonaron su lucha contra el agua, el viento, y la noche. Decidieron refugiarse con nosotros en el rancho esperando allí nuestra hora. Será en esta ola, será en la próxima. Unos lloraban, algunos que otros habían llegado a extremos histéricos diciendo cosas incoherentes.

Mi padre me abrazó y me preguntó si tenía miedo, le dije que sí pero que no mucho. Le mentí.

El abuelo me dijo:

-Nahi dozu kontatia antxiñako kontuak?

-Bai aittitta- le dije, por decir algo. Sería por distraerse él mismo, porque allí ya no había nadie que no tuviese pánico.

En aquellos momentos era tal nuestra desesperación que los unos a los otros se fueron dando encargos para los familiares, en el caso de que alguno se salvara. Recuerdo que Juan fue el primero en decir:

-Amigos, en caso de que algunos de vosotros se salve, decidle a mi mujer que me fui sin sufrir, en pocos instantes.

Mi padre hizo el mismo ruego.

Dicho esto todos quedamos en silencio, la mayoría llorando. Con los pies en el agua, dentro del racho comenzamos a abrazarnos y despedirnos entre lágrimas. Así, cada cual se fue al rincón que más deseara para esperar lo que nadie quería que llegase.

A mi padre se le ocurrió subir a cubierta y al de un rato bajó gritando:

-Argijja ikustendot, argijja ikustendot!

Un tripulante (me reservo quién fue) dijo:

-Ay ene, Antonio be burutik dago

Yo sabía que mi padre tenía una vista de pájaro a distancia y eso también lo sabían los demás pero estaban incrédulos. Le dijo a Juan que subiera, era el más indicado y le insistió tanto que subió. Este, porque su vista no era tan aguda o por la situación desesperante del momento, no lo vio.

-Ekarri metxeruen gasoliñia!- Me pidió mi padre. Se refería a la gasolina que yo guardaba para dársela a los hombres para sus mecheros. Levanté mi kamañía, que era donde lo guardaba y se lo di. Cogió su manta, la roció de gasolina y subió a cubierta, nadie le siguió. Al de un rato Juan subió, seguro que pensó, -¿Y si tiene razón?-. Entre los dos, prendieron fuego a la manta y la ataron al palo de proa. Los reflejos de las llamaradas llegaban hasta el rancho y a su vez a nuestras caras. Parecíamos fantasmas.

Los segundos se me hacían eternos. Al de un rato, Juan gritó:

-Egijja da! Ikusten dot, ikusten dot, txalupia dago!

Efectivamente era una embarcación, un bonitero bastante mayor que el nuestro (por lo que vimos más tarde), que al captar nuestra señal luminosa acudía en nuestra ayuda o por lo menos intentar hacer lo que buenamente pudiera.

Al oír gritar a los de arriba, todos a una subimos a cubierta. Unos gritaban y movían las manos, otros rezaban o algo parecido. Yo por mi parte daba rienda suelta a las lágrimas. Fue un momento en que de la mayor desesperanza pasamos al júbilo más desaforado.

Mientras el barco se acercaba muy despacio e inspeccionaba como estaban las cosas se fue haciendo de día.

El viento ya no tenia la virulencia que tenia en la entrada del frente, aunque había mucho, mucho viento, en cambio la mar había aumentado hasta lo indecible, los senos de las olas eran de muchos metros y las crestas parecían montes. El barco estaba a una distancia prudencial. Calculo, que estaría a poco más de 100 metros. ahora había otros problemas. ¿Qué hacer y cómo hacerlo?

Todos discutían y hablaban, pero nadie escuchaba. Dadas las circunstancias tampoco era el mejor momento para razonar, pero de alguna manera había que hacerlo, de ello dependían nuestras vidas. Con medio cuerpo fuera del tambucho miraba el tamaño de las olas, medio alelado. Mire al otro barco y en ese momento empezó a virar. El barco, que era negro, arrumbó hacia nosotros palpalian, muy despacio. Le vimos el nombre, era el NUEVO Mater Dolorosa de Getaria y comparado con el nuestro y para mis ojos, parecía un destructor.

Conté los hombres que había en cubierta, eran 15. No había nadie que se pareciese a mí, ni a mi compañero de rezos, el abuelo.

Al ver que el barco se acercaba hacía nosotros, uno de los nuestros comentó que lo mejor sería pedirles ayuda para reparar los desperfectos y otras cosas, y de momento prescindir del trasbordo. Los demás, todos a una, con caras de pocos amigos y enfadados demostraron su total desacuerdo con el “iluminado.” Tenía pocos años pero me daba cuenta que lo que acababa de oír era un absurdo. ¿Qué desperfectos nos podían reparar aquellos hombres en esas circunstancias, o es que tenían la llave para cerrar las puertas de donde venían el viento y las olas?

Lo que había que hacer era buscar una manera la menos arriesgada posible para hacer el trasbordo, aunque no sería nada fácil encontrar un sistema carente de riesgo, en medio de aquel endemoniado temporal.

El patrón también estaba muy nervioso y entre otras cosas decía que tenía la cartera en el rancho de proa. Uno le dijo que eso no era ningún problema, sino una excusa. Seguidamente me envió a mí a por ella. En cosa de dos minutos la tenía en el bolsillo.

Entre estas cosas y otras todavía estábamos en las mismas, quedaba por resolver la cuestión más vital, la forma de nuestro rescate. Pero las ideas brillantes de los allí presentes no fluían por ninguna parte. Eran momentos de mucha confusión y nerviosismo. Se descartó en hacerlo con botes, sería un suicidio, también se descartó el intentar atracar o abarloar los barcos. Esto todavía hubiese sido mucho peor, pues ambos se destrozarían entre sí y nos ahogaríamos todos sin remisión. Con aquella mar hubiésemos durado unos pocos minutos a flote.

La mar estaba muy enfadada y las olas, o parte de ellas nos cubrían a cada instante. Estábamos todos en cubierta aferrados a donde buenamente podíamos. Mientras nosotros deliberábamos, viendo que pasaba el tiempo y el peligro para todos no disminuía, el patrón del Mater Dolorosa, se impacientó por nuestra tardanza en tomar una determinación, ya que para ellos también había serias dificultades para la navegación y mantener el barco en condiciones adecuadas para capear la galerna.

Entre el fuerte ruido del viento y las olas se oyó una potente voz que decía:

- Lo siento mucho pero no podemos esperar más estando así de popa al temporal. Nos alejamos de nuestra costa y nos acercamos a la francesa, por lo tanto, o nos ponemos de acuerdo o nosotros damos la amura a la mar...

Al oír aquellas certeras palabras que eran para nosotros como un ultimatum los marineros más serenos en esos momentos tomaron la determinación. Juan y mi padre acordaron que lo haríamos con la aurreko txikota edo aurreko tiria, consistente en un chicote o cabo de dos centímetros, más o menos, de grosor y doscientos metros de largo, o mas, que se usa como el cabo de proa de la red de cerco. Acordamos, que se acercara el Mater hasta una distancia prudencial de nosotros, lanzarnos un tirador con el cual cogeríamos la aurreko tiria, para amarrar la nuestra a ella.Seguidamente nos separaríamos a una distancia prudencial, arriando del chicote unos 60 u 80 metros.

Amarraríamos a un hombre cada vez y nos arrastrarían de la mar. Nos ataríamos unos a otros y el último se ataría a sí mismo, al extremo del citado chicote. Juan el motorista, se prestó voluntario para hacerlo. Para esto no es solo necesario “tenerlas”, hay que tenerlas y cuadradas.

Esta parecía que era la única manera que nos pudiese dar el resultado más fiable.

Sin más dilación y entre gritos se le planteó el “problema” al patrón del barco, que podía ser nuestro salvador. Este, quedó de acuerdo con la técnica que habíamos adoptado.

***

El Mater Dolorosa muy despacio y cuidando los embates de las olas se acercó a unos 40 metros de nosotros. Entre la poca visibilidad que ocasionaban los elementos del temporal veíamos a varios hombres en su proa, algunos parecían armarios, estaban preparando el filamen, que serviría para que fuésemos rescatados.

Desde la misma proa un hombre que parecía una roca se puso de pie encima de la tosta, mientras otros tres o cuatro le agarraban para que pudiese manejarse a lanzar con fuerza el tirador. Lo lanzo con tal vigor y destreza que desde más de 40 metros hizo blanco en nuestra cubierta en el primer intento. Acto seguido, por nuestra parte empezamos a cobrar del cabo mas delgado del mismo tirador hasta que tuvimos más de cién metros de la aurreko tiria embarcados a bordo.

Entre tanto, el Mater Dolorosa, daba marcha atrás sin dilación, para alejarse de nosotros y mantener entre los dos barcos una distancia de seguridad, que como acordamos, seria de mas de 60 - 70 metros. Menos distancia no podía ser, pues cuando una ola nos agarraba de lleno, nos abatía muchos metros y no lo hacia a los dos barcos a la vez, sino por separado. Había momentos que casi nos juntábamos y había mucho peligro, era mejor pecar por exceso de distancia que por defecto.

Y así quedamos los dos barcos mecidos por las olas, apopados a las enormes crestas y con la menor velocidad posible para poder gobernar los barcos; con el cordón umbilical conectado entre los dos, con esperanzas de que saliese todo como lo habíamos planeado. El peligro era enorme.

Casi todos los hombres del Mater se fueron hacia popa y al costado de babor para el rescate. Uno de ellos se quedó en la proa para avisarle al patrón cuando viniese alguna gran ola por la popa y poderla maniobrar en consecuencia, y eran muchas las que había. Más tarde supe que este hombre, era y es, José María Ulacia. Un gran tipo.

Nos fuimos todos al costado de estribor y se acordó que el primero en ser trasbordado fuese yo, por ser muy joven. Por mi parte no puse ninguna objeción, ni debía. Tampoco tenía ganas de decir nada. Por segunda vez, mi padre me volvió a preguntar:

-¿Tienes miedo hijo?

- No, ahora no tanto- y esta vez era verdad.

- Quítate las botas- me dijo, y me quedé en calcetines.

Entre varios que estaban hablando, alguien me dijo:

-Tú tranquilo, y salta como lo haces en el puerto.

Me subí encima del carel, me agarraron para que no me cayese. Con manos temblorosas me hicieron un nudo ballestrinque en la cintura, me metieron un aro salvavidas de corcho pesado y muy grande por la cabeza, que quedaba por encima del atadijo que me hicieron (craso error).

Y a la voz de -Salta semia!- que me dirigió mi padre, me zambullí de cabeza sin pensarlo dos veces, tampoco sabia que debajo de mis pies había 4.560 metros hasta el fondo. En el acto me di cuenta que yo también había cometido otro error, hacer caso al que me dijo que saltara como solía hacerlo en el puerto. Pero ahora no estábamos jugando en el malecón de la playa. La postura que había tomado para saltar era la menos aconsejada. Al saltar de cabeza mi cuerpo quedó sumergido y el salvavidas quedo flotando fuera de mis piés, pues este era por mucho, más ancho que mi cuerpo, sin darme ninguna opción a poder salir para respirar. La presión del tiro de los hombres hizo correr el ballestrinque hacia el salvavidas, es decir, a hacia la superficie. Este corrió de mi cintura hasta los pies y quedé atrapado de un pie.

Totalmente sumergido y boca abajo, colgado de un tobillo, hacía sobrehumanos esfuerzos para meter aire en mis pulmones. Por más que lo intentaba, era inútil. Los gipuzkuarrak tiraban con fuerza, mientras los del Aitta Guria arriaban todo lo rápido que podían. Entre tanto lo único que podía hacer yo, era tragar y tragar agua salada y esperar en el buen hacer de los compañeros que intentaban salvar mi vida.

Mientras más esfuerzos hacia para respirar, más agua tragaba y tenían que arrastrarme por debajo del agua la intemerata de metros. Ahora no dependía solo del cordón umbilical, sino de la capacidad de mis pulmones de trece años de estar sin respirar varios minutos y tragando kresala (agua de mar).

Alguien podrá pensar, ¿por qué no puede subir de nuevo y hacerlo mejor? Porque no. Porque no estábamos en una piscina, porque es una cosa que se hace una sola vez en la vida. O mejor que no sea nunca. Porque no estábamos jugando y porque había un temporal de mil pares de cojones, que convertía al hombre más fuerte y valiente en uno más inútil que una mosca mojada, en un pelele.

Mientras tanto, en los dos barcos seguían cobrando unos y arriando otros, ajenos a mis sufrimientos, aunque seguramente se lo imaginarían. No tardaron mucho en darse cuenta de que el chaval no salía a flote. Me contaron que alguno que otro dijo:

–Se ha soltado- mientras otros opinaban que el salvavidas se hundía un poco y que pendía algo de él, y que por lo tanto sería el chico.

En mi barco, al darse cuenta de que no aparecía en la superficie se pusieron muy nerviosos. Uno de los tripulantes por no estarse quieto paso por encima de los senos de la soga que estaban arriando, se le enroscó el pie y este quedó trabado y abortada la operación, momentáneamente. Con la consiguiente desesperación de mi padre. Me dijeron que saltó como una fiera, que tiró con tal fuerza del chicote y del pie del tripulante que éste cayo por los suelos y su bota volando por los aires se fue al mar (me reservo también quien fue el sujeto del incidente, por posteriores suspicacias).

Entre tanto, yo estaba en las ultimas, la garganta me hacia mucho daño al tragar el agua salada y me preguntaba porqué no me tranquilizaba y seguía tragando. Que a fin de cuentas pasaría lo que tenia que pasar y no por esto me sentiría peor. Lo hice y poco a poco me fui desvaneciendo y momentos antes de perder la noción de todo, sentí una gran sensación de paz y una inmensa tranquilidad. Algo indescriptible. Eso me parece que es morirse. Entonces... creo que ya he muerto una vez.

Ya sin conocimiento, debía de estar llegando al otro lado. Lo que sí recuerdon claro que vagamente, es el momento en que me izaban a bordo pendiendo de un pie. Antes, recibí un golpe en la aleta de babor con la parte de la espalda y los hombros, el cual me hizo vomitar todo el agua que había tragado. Gracias al golpe y a la posición invertida de mi cuerpo me vacié de agua, me entró aire en los pulmones y volví en sí. Como en sueños veía una cosa muy negra que no acertaba lo que era y un racimo de manos abiertas y extendidas que querían cogerme. Era la popa del Mater Dolorosa y las manos de los valientes hombres que me embarcaron como si fuese un bonito no muy grande. Me quedaron algunas marcas de sus zarpazos, pero dadas las circunstancias eran como las caricias de una madre.

Posteriormente ya a bordo del barco salvador me quite la poca ropa que me quedaba, en el trasbordo había perdido la camisa y los calcetines. Me trajeron unos pantalones que me llegaban hasta el pecho y la camisa me tapaba las rodillas. Me hicieron bajarme al rancho de proa, quise mirar como llegaban los otros y si venía mi padre, pero no me dejaron.

El txo era mas alto que yo y tendría dos años más, de momento se quedó conmigo. Se llamaba Florentino Saizabal, y espero que se llame. Me dio una manta y media tableta de chocolate. No tenía hambre, tenia frío y miedo, pero ahora era más por mi padre. Me aferré a la manta y estuvimos hablando del temporal y de otras cosas nuestras, para empezar a conocernos. También me dijo que al no verme salir a respirar en el agua, creyeron que me había soltado.

Al de un rato Florentino salió del racho y se fue a popa por si podía ayudar en algo. Por mi parte subí la escalera que da a la cubierta y mordisqueando lo que quedaba de la tableta de chocolate, saqué la cabeza del tambucho y me quede aferrado fuertemente a él, pudiendo contemplar la operación del rescate, a ver si lo hacían con menos problemas que el mío.

Antes de proceder al siguiente salvamento, el patrón del Mater les sugirió a gritos a los del Aitta Guria, pues esta era la única manera de que se pudiese oír algo, que prescindiesen del jodido salvavidas y se atasen en el pecho otro artilugio más a tono para este caso.

Según me contó mi padre, en el Aitta Guria se acordó que el siguiente en ser trasbordado fuese el abuelo. Este al ver lo accidentado de mi viaje submarino dijo que él no tenía la edad adecuada para esas cosas y mejor se quedaba donde estaba y que se resignaba a correr la suerte del barco. Que tenía su atabaka en las manos y no la soltaba ni por su salvación. La atabaka es una caja de madera con tapa corrediza de 40 por 20 centímetros, más o menos, que solíamos tener todos los tripulantes para guardar los aparejos de pesca propios y los utensilios para su preparación. También se usaba para guardar el dinero y otras cosas de pequeño tamaño. No la quería soltar porque tenía sus ahorrillos en ella, y según él, eran mil pesetas. Aparte del miedo, parece ser, que sus pequeños caudales también tenían algo que ver para que tomase esa decisión. Estas eran las excusas que exponía el abuelo para no saltar al agua.

Se decidió que fuese Domingo el siguiente en saltar y más tarde se encargarían del abuelo Ignacio. Los preparativos para su traslado fueron más bien rápidos. Con unas cuerdas le hicieron una especie de cinturón en el pecho y a este le amarraron el seno de la aurreko tiria.

Domingo se subió encima del carel y agarrándose lo más fuerte que podía al chicote, que iba en dirección al Mater, saltó al agua de pie. Comenzaron a cobrar y arriar por ambas partes como hicieron conmigo. Su travesía no fue un paseo, pero en muchos tramos del trayecto se le veía la cabeza fuera del agua y podía respirar, aunque también recibió algunos golpes de la enfadada mar.

A mí la mar me quitó los calcetines y la camisa y no me había dado muchos golpes, pues fui por debajo de ella, pero lo curioso es que Domingo si recibió golpes de la mar en la cara y llegó con las gafas puestas. Curiosidades de la vida.

Seguidamente se preparó el tercero. Se trataba de Jesús el cojo, éste en principio tenía la pierna desmontada, ahora se la ató a la espalda para llevarla consigo. Tampoco en este trasbordo hubo nada especial y cada vez parecía que lo hacían con mas acierto y soltura, le estaban tomando el tranquillo. Lo reseñable en este caso es que al llegar Jesús a su destino, los tripulantes del Mater al ver una persona con una pierna amarrada a la espalda, comentaron: -Aquí los hombres vienen a cachos.

En el Aitta Guria para el cuarto salvamento hubo cierta indecisión entre los restantes tripulantes. Mi padre al ver que nadie se decidía, dirigiéndose a sus compañeros adujo:

- Si tenéis dudas en saltar, ceñirme a mí la soga y lo haré yo- cosa que hicieron sin ninguna demora. Como habían hecho los demás, se subió a la regala y salto con los pies por delante. Mientras mi padre venía arrastrando por el agua, tirado por los getariarras, no me perdía ningún detalle de cómo se acercaba hacia mí, se me mojaban los ojos de la emoción al saber que dentro de poco podría abrazarle.

El patrón del Mater salió a la ventana de proa del puente y le preguntó a uno de los que acababan de saltar:

- Oye Lekitto, ¿el barco se está hundiendo?, ¿es tan desesperada la situación?- a lo que éste contestó:

- De madrugada, al dar avante la mar nos ha barrido y se nos ha metido mucha agua pero no creo que sea tan grave, parece que ahora no entra tanto.

Yo tenía ganas de decirles que eso no era cierto, pero no podía desmentir lo que decía un marinero mayor, siendo yo el txo. Me parece que lo dijo porque se sentía mas tranquilo y seguro que en el Aitta Guria y él ya no estaba allí. Me mordí la lengua y creí conveniente callarme.

Al oír esto el patrón reflexionó y dirigiéndose al grupo de los que tiraban de la soga, que eran los que estaban más cerca de él, dijo:

- Estamos corriendo un gran peligro de que alguna ola nos saque a alguien a la mar o que perdamos algún hombre en el traslado; si no va al fondo y no hace mas agua...

Movió la cabeza de izquierda a derecha como indicando su desacuerdo, e hizo algún comentario a sus tripulantes, que no conseguí oír. Se dio cuenta que yo le miraba y me dijo:

- Zelan zaude mutil?

- Oso ondo eta pozik, eta eskerrik asko- le contesté. Esbozó una sonrisa asintiendo con la cabeza.

- Ez orregatik- contestó. Aunque para decir la verdad yo estaba muy cansado, me encontraba abatido, como si hubiera salido de una operación quirúrgica y me costara... en Lekittar se diría -Ezin kornotera etorritta-. Era normal, pues hacía unos momentos que había salido de un duro trance. Pero me sentía mucho más tranquilo dentro de lo que cabía. Y como he dicho antes, comparado con el nuestro era un barco precioso que daba tranquilidad estar en él.

Cuando embarcaron a mi padre corrí hacia él, fundiéndome en un abrazo, y dentro de la natural alegría, le dije:

-Aitta, no todos los temporales pasan por debajo de la quilla. Este también nos ha pasado por encima, sobre todo a mí.

***

Por la radio del Mater oíamos gritar a los patrones de otros barcos pedir socorro por la impotencia que tenían de no poder capear aquella mar y a otros porque se iban al fondo. Algunos, entre sollozos, decían que veían hombres en el agua, pero los barcos no eran capaces de maniobrar con celeridad ni acierto alguno para acercarse a nadie. Las olas tenían tanta fuerza... y los hombres tan poca...

Desde el puente, José Mari el patrón se dirigió a los del Aitta Guria gritando, diciéndoles lo mismo que comentó con su tripulación, a lo que Juan dijo:

- ¡No, ya que hemos empezado, hagámoslo todos!- Eso se le entendió muy claro, pero muchas cosas no se oían por el ruido del tiempo reinante. Por sus ademanes se le notaba que estaba muy enfadado, fue él quien se prestó para quedarse el último a bordo y solo, con el riesgo de que le pudiese pasar cualquier cosa y no tener quien le apoyase.

Dios y ayuda le haría falta al patrón del Mater para convencer al motorista Juan que desistiese de su idea de saltar y que se quedase en su barco.

Siguieron intercambiando sus distintos pareceres.

Al de un buen rato, aunque parecía imposible, el getariarra logró calmar los nervios de Juan. Entre los dos consiguieron llegar, razonando, por llamarlo de alguna manera, a un acuerdo que consistía en que el Mater Dolorosa velaría desde cerca al Aitta Guria, capearíamos juntos el temporal y que al mínimo atisbo de peligro seguiríamos con el trasbordo, que ahora sabíamos como hacerlo.

A lo largo de la jornada, los dos barcos estuvimos capeando, golpe va y golpe viene, amurados hacia las enormes olas que parecía que en vez de ir disminuyendo, iban aumentando de tamaño.

La cocina no se encendió. Con los embates de la mar y los grandes balances que hacíamos, era más que imposible hacer nada. Comimos algunas latas, pan y algo de fruta que los hombres habían traído de sus casas. Estábamos todos en el rancho de proa, menos los que estaban de guardia en el puente, el patrón y dos más, y uno en máquinas.

Al anochecer nos encontramos con un barco de arrastre de chapa y considerable tamaño, con máquina moderada, capeando, y que se dirigía a los caladeros de Gran sol. Éste nos dijo que nos encontrábamos a 100 millas al N de la costa asturiana, a la longitud de Ribadesella, o sea, que no habíamos avanzado, sino unas pocas millas, de donde partimos.

Seguimos navegando hacia tierra y al anochecer se tomó el acuerdo de hacer la guardia entre cuatro hombres a la vez en el puente, por si acaeciera alguna eventualidad. Lo normal era que fuesen dos los hombres que hiciesen esa guardia; hoy no era un día normal.

La mar parecía menos embravecida que antes e íbamos navegando a una velocidad moderada, haciendo camino hacia la costa. Serían alrededor de las doce de la noche (las horas son aproximadas, entonces nadie llevaba reloj a la mar, excepto el patrón), trajo un fuerte aguacero que duro más que poco y pero imposibilitaba que vieramos algo. Pasados varios minutos fue cesando la lluvia y mejorando la visibilidad, pero no conseguíamos ver al barco compañero.

Las luces de navegación del Aitta Guria habían desaparecido de nuestra vista. ¿Habían tenido una avería por algún golpe de mar? ¿Se habían hundido? Como es natural, y con la presteza que la situación exigía, comenzamos a rastrear la zona. La visibilidad ahora no era tan mala y sin embargo no conseguimos encontrar ningún vestigio. Después de varias horas de búsqueda, nos alejamos de la zona con rumbo hacia tierra.

Ya no estábamos tan lejos de ella. Había mala mar pero se podía navegar con precaución. La fuerza del gran temporal estaba cediendo y se notaba a cada momento.

El patrón hizo llamar a mi padre al puente para que atestiguara la desaparición de nuestros tripulantes y compañeros del Aitta Guria. Fueron unos instantes de gran desesperación, habíamos perdido a nuestros amigos. Estábamos destrozados, no podíamos dar crédito a lo que estaba pasando. En el rancho de proa las luces estaban encendidas y nadie dormía.

Amanecido, a lo lejos ya veíamos la costa y conocíamos nuestros montes euskaldunes. Seguía la mar de fondo, muy tendida pero sin mucho peligro para navegar en alta mar.

Sobre las ocho de la mañana, ya cerca de la costa, nos encontramos con una embarcación de Santoña. Tendría unos ocho o nueve metros y era roja, llamada Perrate. Constaba de cinco tripulantes tan asustados como lo estuvimos nosotros ayer. En cubierta tenían preparado como salvavidas cinco o seis garrafas de vidrio, vacías, amarradas a las varas de pesca y se encontraban con el motor parado por avería. En sus caras pálidas y desencajadas se veía reflejado el pánico y lo mal que debieron pasarlo durante el transcurso del temporal. No había que ser adivino para darse cuenta de la evidencia.

Uno de ellos tenía amarrado con un chicote a uno de sus tobillos una batería eléctrica de placas de plomo, al objeto de que hiciese de ancla, en el caso de que el barco fuese al fondo, y así hundirse en el menor tiempo posible. Le tendimos una soga gruesa que se usa para los remolques. Saltaron cuatro de ellos a bordo sin ningún peligro y lo atoamos hasta el puerto de Bermeo, por ser el que teníamos más cerca.

Hacia las nueve de la mañana hicimos nuestra entrada en el citado puerto de Bermeo. La gente era muy numerosa en el muelle. Al acercarnos al lugar del atraque, esta se enracimó delante del barco y con expectante zozobra nos hacían muchas preguntas a la vez. Si habíamos visto a tal o cual barco. Otros llorando, nos insistían como si nosotros tubiéramos que conocer las respuestas. Dada la confusión del momento, allí nadie sabía nada.

Resulta que faltaban muchos barcos del pueblo y las noticias que tenían de lo que pasaba en la mar eran poco halagüeñas.

Hay que darse cuenta que, entonces, no había teléfonos en las calles y eran muy pocas las casas que lo tenían. Las noticias iban más de boca en boca, que por ningún otro medio. Las emisoras de los barcos no eran como las actuales y según la hora del día o por la situación en la cual te encontrabas, se oía bien o no se oía ni pimiento. En tierra las que había, eran una en cada puerto, y ésta la tenía la Cofradía.

Fueron muchísimos los barcos que lo pasaron muy mal y no por eso iban a estar radiando cada golpe de mar y embarcada de agua. Se lo callaron. Las batallitas, se contaban en las tabernas.

Si sucedía algo grave, las conversaciones no podían ser privadas, tenían que ser por radio; por lo tanto, escuchadas por cualquiera y fácilmente tergiversadas antes de que llegasen a su destino. Lo mejor era callarlas, hasta estar en el lugar adecuado para decirlas.

No había zodiacs de salvamento, ni helicópteros, ni copones. Si tenías que ir al fondo y no había alguien cerca para socorrerte, como los getariarrak, te ibas y “fin de la fan”. ¿Quien te iba a venir a más de cien millas? Si sabemos que se han perdido barcos y mucha gente muy cerca o en la misma costa. Ahora hay muchas opciones para que seas encontrado, capturado, salvado, rescatado.

Hay mil y un salvavidas diferentes, aparatos detectores de cualquier clase, ploters y GPS de cualquier tamaño, radares capaces de marcar dos o tres pájaros a muchísimas millas, de precisiones increíbles de última y ultimisisisima generación. Por no meternos con aparatos satelitários capaces de encontrar hasta la Hormiga Atómica en las fosas de las Marianas a más de 11.000 metros de profundidad. Bueno, la lista sería interminable.

Entonces teníamos una Rosa de los Vientos con “purrustillas”, no muy bien compensada y un reloj colgando por el cuello, como lo tenía Gregorio.

***

Ya en Bermeo, el patrón José Mari Iribar y mi padre fueron a la Ayudantía de Marina y a la Cofradía a informar la desaparición del Aitta Guria. Todos estábamos seguros de su perdida y que se quedaron en la mar, donde trabajaron todas sus vidas. Mientras, les esperábamos amarrados al muelle frente al frontón, que hoy en día, transcurridos 52 años, está en el mismo sitio.

La gente me obligo a saltar a tierra. Esas personas se comportaron maravillosamente con nosotros, particularmente conmigo. A mí me trataron como a un pequeño héroe; las madres se afanaban en ofrecerme ropa, alojamiento en sus casas, comidas y toda clase de mimos. En una palabra, me estaban rifando. Me veían con tan poca ropa y tan pequeñito... tenía solo la camiseta blanca de tirantes, el pantalón y unas alpargatas de esparto cuatro números mayores que mi talla; pues a bordo no tenían nada de mi tamaño. Mi camisa me la robo el temporal. Me hallaba completamente abochornado. Un grupo de chicas que trabajaban en las fábricas de conservas me llevaron obligado, medio a rastras, medio en “volandas” a un puesto de bebidas que había cerca del mismo frontón. No creo que en mi vida haya ingerido tanta Coca Cola, ni que haya pasado tanta vergüenza.

El Mater Dolorosa, era de nueva construcción, medía unos veinte metros y tenía un motor Unanue-Duban de 150HP y 5 viveros para cebo vivo.

Sería alrededor del medio día, estábamos sentados a popa esperando a que el cocinero sacase la cazuela de la comida para almorzar. Recuerdo como si fuese ahora, que era un marmitako de bonito que al cocinero se le quemó la cebolla, parecía que estaba rociada de cucarachas, pues los trozos de cebolla negros flotaban como si lo fueran. Tenía un aspecto horrible y dadas las circunstancias pocos o ninguno teníamos ganas de comerlo, serios y cabizbajos delante de nuestros platos.

De pronto, se acercó un hombre que venía a todo trapo, corriendo y voceando:

-¡Ha llegado el Aitta Guria a Lekeitio, ha llegado el Aitta Guria!

Era el recadista de la cofradía que venía a darnos la feliz noticia y detrás de éste venían el patrón y mi padre, con pasos reposados y sin prisas, pero con sonrisas de oreja a oreja. Se sentaron con nosotros. El cocinero les sirvió el marmitako. Nos contaron algunos pormenores del barco que desapareció de nuestro costado y que hacía solo media hora, había aparecido en Lekeitio como por arte de magia, con los cinco compañeros de faenas, tan enteros como nosotros.

Le pregunte a mi padre a ver si había hablado con alguien para que avisaran a los de casa. Me respondió que la Cofradía pasaría el recado a la casa del patrón o a la casa de la deiettekua, para que a su vez avisaran a las familias.

Devoramos todos el marmitako, incluyendo las “cucarachas”. Estaba buenísimo.

Después de comer tranquilos, arriamos amarras y procedimos a la maniobra de salida del puerto de Bermeo. Rebasado el rompeolas pusimos rumbo hacía la parte N de Izaro, creyendo que nuestros familiares estarían tan contentos como nosotros. Por desgracia no fue así. Mi madre cuando llegamos a casa nos dijo que nadie había pasado ningún recado ni aviso de ninguna clase.

En Lekeitio, como en todos los demás puertos, aquellos días reinaba gran intranquilidad en el seno de las familias de la gente del mar. Al entrar el Aitta Guria inesperadamente en Lekeitio fue una gran sorpresa para todos los que se encontraban en el puerto, pues había corrido la voz de que incluso se había hundido.

Los familiares presentes respiraron tranquilos y daban muestras de la alegría que sentían, pero no así entre aquellos otros familiares que les faltaban los suyos. Era un momento terrible de confusión. Por más que miraban al barco, allí no aparecíamos. No había nadie más.

Nosotros vivíamos frente al muelle donde atracó el Aitta Guria, y al no ser mucha la distancia desde mi casa se conocía bien a los que estaban a bordo. Era el mismo muelle del cual partimos hacía cinco días, al que llamábamos kilinkalakua. (Hoy en día no existe)

Al mismo tiempo, nosotros íbamos hacia nuestro hogar con rumbo 115º y con la proa enfilada hacia Santa Kataliña.

En mi casa se figuraban lo peor. No estábamos entre los otros y desatendían a lo que les decían algunos en la calle, que habíamos pasado a otro barco mayor y más seguro, que para ahora ya estaríamos en algún otro puerto, pero los míos no se lo creían, pensaban que era para ocultar la verdad y que intentaban darles ánimos ante una desgracia.

Pues como acabo de mencionar, nadie pasó ningún aviso a mi casa de que estábamos con vida y si lo estábamos fue gracias a la gente brava que arriesgando las suyas propias, salvaron las nuestras.

En mi casa no quisieron bajar al muelle, estaban muy afectados, incluso mi madre se había desmayado al no vernos en el Aitta Guria, tenía mucho miedo. Mi hermana Ester, algo mayor que yo, junto a mi tía Mª Teresa intentaban tranquilizarla, y así, ama prefirió esperar en casa a su marido y a su hijo.

***

La barra de la entrada del rompeolas no tenía buena pinta a causa de la mar de fondo que había dejado el temporal pero no tuvimos ningún problema.

Mi padre que conocía bien la entrada por ser su pueblo, le asistió al patrón en ella, ya que José Mari no había entrado nunca en nuestro puerto. Sobre las dos de la tarde, entramos por fin en Lekeitio. Había bastante gente en el muelle y lucía el sol; aun faltaban algunos barcos. Uno de ellos, el Nª Sª del Socorro, venia con dos hombres menos.

El Mater nunca había entrado en :ekeitio, por lo tanto, la gente no lo conocía y no ponían mucha atención. Al acercarnos al muelle los vecinos y algunos familiares que se encontraban allí nos señalaban con la mano. Ya nos habían conocido. Fueron tan rápidos en avisar a algunos de nuestros familiares, que antes de terminar de amarrar el barco ya estaban frente a él.

Al saltar a tierra nos abrazamos con los allí presentes, pero yo no tenía muchas ganas de estar allí, quería abrazar a mi madre y a mis hermanos; me fui a mi casa como una bala.

El Mater Dolorosa sin demorar un minuto salió del puerto inmediatamente hacia Getaria, para hacer lo mismo con los suyos y con la inmensa tranquilidad y el orgullo que da la sensación del trabajo bien hecho.

Cuando llegamos a casa, mi madre me preguntó:

- Hartun zaittuen baporak zelan dauko ixena?

- Mater Dolorosa, ama, - respondí.

- Hara, ikusten dozu? Millagrua ixanda.

Resulta que esa mañana ella había ido a la huerta que teníamos en la subida del monte Lumentza y en una vieja pared del mismo camino había una virgen en una hornacina, que yo desconocía el nombre, aunque recuerdo que vestía de negro y mirando hacia arriba estaba llorando (aún creo que está allí). Mi madre me dijo:

- Mater Dolorosa dauko ixena, eta gaur goixian, belauniko erregutu dotsat zuek bijjok ekarteko etxera, eta horixe egin dau.

Mi madre no era una beata pero hasta el día que murió con 90 años, muy cerca de sus hijos y sin quejarse jamás que le doliera nada, nunca creyó que fuese una casualidad lo que nos ocurrió. Incluso esa misma mañana, en el pueblo había oído rumores de que nos habíamos perdido.

El cordón umbilical extendido entre los dos barcos no se había roto en el traslado y así volvimos a nacer de nuevo.

Ahora estábamos gozosos en nuestros hogares para poderlo contar algún día.

***

Ha pasado el tiempo, mucho. Creo que ha llegado ese “algún día” y hace unos meses me dije a mí mismo:

- Abaroa, habrá que contarlo... pues, de los 24 implicados que había entre los dos barcos, diecinueve ya no están y de los cinco que podemos contarlo soy el menor, por lo que creo que me toca a mí hacerlo, para que se enteren nuestros nietos de cómo fue en realidad lo que pasó ese día.

Ahora ya está contado.

***

La catastrófica galerna del 12 de Julio de 1961, fue el temporal más duro de los últimos 50 años. Transcurridos varios años, se supo que era una ciclogénesis explosiva. Una gran desgracia para toda la vida marinera del Cantábrico. En Lekeitio fueron cuatro los hombres que desaparecieron y no era de los puertos con más pérdidas.

La provincia de Lugo fue la más castigada, con la vida de 34 hombres, luego Asturias con 23, Cantabria con 12 y en nuestra tierra fueron 14, los que no llegaron a sus casas. En total la suma era de 83 hombres los que perdieron sus vidas y los barcos hundidos llegaron hasta 23, a lo largo de la costa cantábrica, desde Galicia hasta la frontera francesa.

Este relato es la absoluta realidad vivido por mí en primera persona. Lo he escrito sin ningún afán de protagonismo. He intentando ser lo más fiel posible con mis pensamientos de lo acaecido en la bonitera de ese verano. Lo que no pude ver, me lo contó mi padre. Y después de muchos años también me han hecho recordar otras cosas que tampoco pude ver tres de los tripulantes del Mater Dolorosa que siguen tan vivos como yo: mi amigo José María Ulacia, Ramón Iribar, el maquinista y hermano del patrón José Mari Iribar y Florentino Saizabal, el txo que fue el que me dio la ropa varias tallas más grande y la media tableta de chocolate.

(Entre los tripulantes del Mater, solo conocía su nombre: Florentino, y me costo 52 años encontrarlo y el que me encontró fue José Mari Ulacia. Yo lo intente muchas veces, pero él lo hizo muchas más, y mejor).

-Eskerrik asko biotzez Mater Dolorosako gizon guztiari

Juan Uribarren “Sosua”, (el que demostró tenerlas cuadradas) el entonces maquinista del Aitta Guria, vive en Lekeitio.

También lo he hecho en memoria de los 83 hombres que estuvieron luchando contra la Galerna como todos los que estuvimos ese día en el Cantábrico, y que ahora no están con nosotros, porque no tuvieron la misma suerte, ni otros compañeros tan cerca, como para poderlos sacar de aquel infierno.

Antton Abaroa